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Relatos de un país en trance

ACTO 1: CARMEN

Carmen mira por unos instantes hacia la nada. En su cabeza, todo lo que nadie pueda imaginar. Fuera, Madrid, y un sol decadente que busca su refugio del verano. Carmen, como es de costumbre, recuerda sus pies sobre la acera, recuerda caminar por la calle, sola o acompañada. Sus ojos vieron mucho, todo aquello que hoy solo son historias vagantes, de mano en mano, pasados en blanco y negro. Hoy, en pleno mes de julio, Carmen tiene sentimientos encontrados. Por una parte, alberga miedo su corazón. Ella se siente segura en ese salón añejo donde una vez habitó una familia. Pero sabe que esas almas al vuelo que son ya parte de su conciencia están ahí fuera. En las plazas que ella frecuentaba los domingos, bajo las sombras del reloj. Carmen no quiere que sus dos nietas pasen lo que ella un día tuvo que aguantar. Carmen no quiere que sus gritos al viento queden como un pasado en llamas, que se consuman en el olvido. Por otra parte, Carmen puede percibir la fuerza en su interior, una resiliencia admirable para su edad. Y te mira, frente a frente. Con una sonrisa que emana mil verdades y un chorro de amor. Tú sabes que mañana es un día importante para ella. Lo es porque quizá piensa por dentro que puede ser una última vez. Y no va a quedarse de brazos cruzados. Nunca lo ha hecho.



ACTO 2: MÁQUINAS

En la central todo son ruidos. Las máquinas no cesan su trabajo. No existen descansos de café y pausa. Ni vueltas a casa. Ciclos prolongados desdibujan el alma del lugar. Una y otra vez, en un bucle insalvable. Arriba, abajo, fuera, dentro. Incluso tras los densos muros de hormigón que comprimen la nave se puede percibir un vibrar insano. Pero dentro ya no queda nadie. No quedan almas vivas. Y, sin embargo, tantos sufrieron de ese olor infernal que aún se escuchan sus lágrimas. Ahora sí. Ahora, la fábrica está vacía. Pero sigue en marcha, nunca dejó de ser un espejismo de sombras y truenos. El esperpento de dos piedras en línea. Aunque vacía. En su gran mayoría. Sin embargo, hace ya un tiempo que la maleza se arraigó entre los metales de antaño. La fachada, aunque medio en ruinas por no recibir ninguna mirada firme, se ha cubierto de hiedra. Y poco a poco, el ruido industrial deja de poderse escuchar desde el exterior por ese tumulto de verde. La lluvia intensa limpia en ocasiones los cristales. Y este suave lavado de cara, provoca un surgir de vida afuera, donde la luz reina. Todos se asientan allí sin saber que esconde el interior. Pero las máquinas siguen su ritmo. Y a falta de atención, acechan con explosionar.



ACTO 3: CEGUERA

Su nombre no es relevante. No lo es porque ella no es protagonista del suceso. Más bien, la historia llegó a sus manos. Unas manos curadas tras años de experiencia, de patologías crónicas e intensos esfuerzos que valen vidas. Pero aquel día, cruzó el marco de la puerta un caso rozando lo pandémico que le dejó sin aliento. Se sentó el paciente sobre la camilla, con cierta calma, sin ansiar un diagnóstico. Quizá ya era consciente del mismo en lo más profundo de su alma. Llegaron las preguntas casuales, las de siempre. Su mirada, ausente, al igual que las palabras. Ella, atónita, volvió al escritorio sin ideas claras. Aquella primera exploración no aportó más que dudas. Él, seguía mirando al infinito, concretamente a través del ventanal de aquel primer piso. Entonces, llegó el revuelo, el sonido a hierro en la lejanía. Pero no cambió su postura, sobre la camilla, agazapado, sin apenas aliento. Fuera se escuchaban gritos, la tensión crecía sin que nadie pudiera impedirlo. Y ella, al otro lado de la habitación comprendió que allí no solo había un paciente, sino miles. Los latidos aumentaban por momentos, consciente de lo que acontecía a ras de suelo. Y cuando sus dedos rozaban las teclas buscando una cura, cayó presa de aquella maldición. Perdió la vista y con ella su valentía de poner un pie delante. El edificio acabó derrumbándose tras varias horas de revueltas. Aún seguían frente a frente cuando ocurrió, sin esperanza. El fin fue también obra suya. O de aquella dichosa ceguera.



ACTO 4: AUSENCIAS

Mamá me dijo que la madera cruje para manteneros despiertos, para darle vida al techo, que un día también fue parte del bosque. Yo le pregunté, entonces, sobre aquellas máquinas que dormían sobre el prado. ¿Se llevarán los árboles? Y su mirada de silencio me transmitió verdad. Para mí, aquel lugar era como pisar la alfombra de casa descalzo. Incluso en invierno, cuando el frío arrecía mis manos, pasaba por allí a media tarde. Recuerdo regar unos matorrales color verde oscuro, las flores violeta, atentas a mis historias cada día. Y ahora ya no queda nada. La ventana, aunque con el cristal de siempre, parece tintada de una desidia impotente. Miro afuera, de puntillas sobre el colchón, y veo un ambiente recargado de cementos, de andares muertos. Me asusta no por el devenir insano que hemos acogido de compañero, sino porque siento que no hay un hueco para mí. Ni para muchos que piensan diferente, para las alas de cada gaviota sin playas que surcar. Y en mi estantería ya no está aquel libro que me hizo llorar. Ni el que me enseñó a soñar. Se los llevaron. Los mismos que me arrebataron la paz de aquel prado. Los que solo dejan volar a unos pocos. Y ya no me queda nada, solo estas cuatro paredes donde resignarme en silencio. Bajo el mismo techo que ya me avisó hace años con su sabio crujir.



ACTO 5: LAVANDA

Amanecer. Y después, lo que siempre habían soñado. Plenos desconocidos en un campo extenso. Tantos años juntos, tantos caminatas e ideas brillantes. Y ya nada importaba, porque el sol volvía a iluminar sus rostros. Habían despertado. Aquel prado sobre el que sonreían tenía un aroma particular. Les recordaba a los viernes de infancia, al orballo grisáceo que en el fondo albergaba calma. Pero, ahora el sol bailaba sobre sus cabezas. La fugaz tormenta había quedado en el pasado, el acecho del invierno anticipado tan solo quedaba en el recuerdo como capricho veraniego, como intento de sabotaje pirata, de devolverles adentro. En aquel prado olía a mojado, las gotas aún rodaban hacia el cauce, tratando de dejar marca y aprendizaje en la hierba. Y como ellos habían soñado, en aquel prado todas las flores se miraban con la sensación de haber crecido durante la noche. Eran más fuertes, más decididas a caminar. Incluso aquellas que ansiaban las heladas venideras, o los árboles de grandes copas que escondían al pequeño arbusto. Hoy todas eran ligeramente mejores. Y todo esto lo podían percibir los dos humanos, tumbados aquella mañana cerca de un paisaje idílico lleno de lavanda y vida.



ACTO 6: REUNIÓN

Abro los ojos y me encuentro donde siempre. La luz temprana me roza los párpados mientras me incorporo. Por un momento recuerdo algún mal sueño que quizá mis ojos vivieron antes. La piel se me eriza pero vuelvo a mi ser. Me acerco al salón y la veo allí, sobre el sillón rojo donde yo paso las horas por costumbre, junto al ventanal. Comprendo que ha querido quedarse aquí toda la noche, esperando a que llegue el momento. Me es tierno pensar que yo hacía lo mismo cada cinco de enero en casa de sus padres. Ojalá poder volver a ver esa cara de inocencia y felicidad. Mientras pienso todo esto se me cae una lágrima de esas que la vejez te regala a veces y ella comienza a despertarse. Ya son las diez. Nos sonreímos. Y bajamos juntas al portal, con una calma etérea que hace tiempo no experimentaba. Cuando llegamos al lugar puedo ver miles de historias reunidas. Escucho abrazos de vecinos que se reencuentran a pesar de vivir a escasos metros; de hermanos; y sí, también de nietos y abuelos. Observo mientras camino lentamente cada saludo cruzado, con ella enhebrada en mi brazo. Y solo pido que si este es mi último paseo por las baldosas de tantas infancias, sea un paseo hacia la calma y el respeto. Miro a mi nieta y sin palabra alguna entiende lo que más feliz me haría. Pido que este sea un paseo hacia los prados verdes donde surge el amor, hacia un camino que todos podamos pisar, donde podamos reunirnos en compañía y compartir ideas. Y llega el momento. "Cuando usted quiera Carmen."

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